Ahora estoy como siempre que vengo a este hospital, esperando para almorzar en un bar tipo anglosajón que hay en la vereda de enfrente, al cual venían mis padres cuando se hacían sus estudios y cuando cursaron sus enfermedades, y al cual junto a mis hermanos acompañábamos a mi madre cuando su enfermedad nos la arrancaba de los brazos, y ella venia sonríente a este lugar y estaba cómoda es esta semipenumbra.
Siempre vuelvo a este bar, y mi psicóloga me ha dicho que vuelvo a ver a mis padres, a conectarme con ellos, que es un poco ya un lugar mío, de mis recuerdos, de los afectos.
Y solo pienso cosas buenas en este lugar, pensaba recién lo afortunado que fui en que los compañeros de colegio de mi hija me hayan elegido para acompañarlos, al igual que lo habían hecho tres años atrás los compañeros de mi hijo mayor, y el baño de frescura que significó entonces para mi, aquel viaje.
Y creo que en los momentos y en los tiernos recuerdos se nos ancla el corazón.
La existencia vale la pena cuando estamos abiertos a aceptar lo que venga, y cuando a cada momento o cosa que e vivimos la encaramos con una sonrisa.
Nada se gana con preocuparse, las cosas van a pasar si tienen que pasar, y conviene siempre transitarlas lo mas sonríente posible. No hablo de una risa pavota, hablo de saberse conciente de una situación y aceptarla. Aceptar lo triste, aceptar la enfermedad, la falta, la muerte, la vida, la alegria. Aceptar el momento.
Y aceptando se puede ver mejor, por ejemplo, el vuelo de los hijos, que es esta etapa de mi vida junto a los mios, e incluso se los puede dejar volar más libres, sin cargas de culpas o responsabilidades producto de nuestros propios prejuicios y temores (que solo hicieron muchas veces que nos frenáramos nosotros mismos cuando debíamos acelerar, como si fuesemos a vivir ciento treinta años). Miedos y temores a perder algo que no podemos manejar ni dirigir, como la vida.
Y esos momentos y buenos recuerdos se forjan en el movimiento continuo, en no parar, y en no dejar de sonreír, pero sonreír de verdad, con el alma.
Si la vida es de prestada, debiera alcanzar con la posibilidad de abrazar a los padres o a los hijos o a un amor, dado que todo es finito y terminaremos finalmente en tierra y polvo que va a servir de abono para las flores.
Todo llama a la sonrisa y al goce y a la belleza, aun la desgracia y la muerte se arrodillan ante la vida. Lo he visto en familiares míos que han perdido a un hijo y perdieron la sonrisa pero la llegada de los nietos se las ha devuelto. La muerte es parte de la vida, al fin y al cabo.
Por eso estoy en este bar, conectándome con mis padres, contándoles sin hablar que me voy otra vez con un grupo de adolescentes a un viaje de egresados, y que aun no tengo lugar en el avión y que no se si iré antes o después en otro vuelo o quizá vaya en micro y ellos en avión, aunque falte menos de una semana, realmente no me importa, igual llegare aunque sea gateando, pero feliz.
No se mucho de la vida, pero estoy convencido que es una caja de sorpresas y como toda caja de sorpresas, está pensada para generar felicidad, y esa ha de ser la mejor forma de transitarla.
Dejarle a los hijos la herencia de una sonrisa indeleble y una colección de momentos.
Si en definítiva se que mis huesos, al igual que los de mis padres, y de los que vienen detrás, servirán de abono para que se nutran las flores que alegraran caras de gentes, ajenas algunas, y porque no, cercanas, otras.
Y si nosotros somos el abono de las flores, nsotros somos las flores.
Y si nosotros somos el abono de las flores, nsotros somos las flores.
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