El proceso que implica la muerte de alguien muy cercano, su sufrimiento y el desgarro del alma que es asistir a ese final es una de las experiencias mas dolorosas y mas necesarias para saberr luego interpretar los días por venir.
El verle la cara a la muerte en alguien directo nos da la opción de elegir para luego, o mejor dicho nos coloca en un cruce, no en un lugar voluntario, sino en una rotonda de la vida desde la cual, indefectiblemente algún camino deberá seguirse.
Y ahí nos jugamos gran parte de las fichas de nuestra ruleta. Momento y disyuntiva fatal, inevitable e imposible de driblear o gambetear.
Es un cuarto oscuro y frio con una sola puerta que divide de una estancia desde la que se adivina un sol que ciega la vista. Acurrucarse en un rincón a esperar la propia muerte o salir con lo que nos quede de fuerza a esa luz, a lo que haya, a lo que venga.
Afuera puede o no hacer frio o llover o nevar o haber o no verano, pero hay algo que es la contra de aquella seguridad que lleva a un final con traje de madera.
Incertidumbres, emociones que conmueven, gritos, risas, lagrimas.
Esa es la aventura de la vida. Que venga lo que venga y saber que mientras se pueda esquivar a esa hija de puta vestida de negro siempre hay una mañana de sol y primaveras y veranos, pájaros, flores, abrazos y sonrisas
A tomar todo el aire, a sonreír, temblar, emocionarse, llorar, hacer todos los asados y a bailar como se pueda, a no guardares nada y amar por sobre todas las cosas.
La muerte, esa turra que espera en un cuarto oscuro, no se la puede llevar tan fácil.